Muerte, frases

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.

Se fue con la dignidad intacta. No padecía ninguna enfermedad conocida, no estaba asustada ni respiraba por los oídos como los moribundos comunes, simplemente anunció que ya no soportaba más el tedio de estar viva, se colocó su vestido de fiesta, se pintó los labios de rojo y abrió las cortinas de hule que daban acceso a su cuarto, para que todos pudieran acompañarla.

La muerte parecía la ocasión para apartar piadosamente todos esos hechos y restaurar, en un acto final, el mundo perdido.

Quizás las muertes ajenas son las que alargan nuestra vida, pensó.

No sé si eres la muerte. Sé que estás en mi pecho.

Cuando morimos nos da la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo que fué. Y así, sin término, devanando la madeja de nuestro destino, deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, sin llegar nunca a ella, pues que ella nunca fué.

Aprendí entonces que algunas veces la muerte es más poderosa que el amor.

Habían decidido morir juntos, porque ella estaba en la última fase de un cáncer y preferían viajar a otra etapa tomados de la mano, como siempre habían estado, para que en el instante fugaz en que el espíritu se desprende no corrieran el riesgo de perderse en algún vericueto del vasto universo.

Su libro proponía que la muerte, con su ancestral carga de terrores, es sólo el abandono de una cáscara inservible, mientras el espíritu se reintegra en la energía única del cosmos.

A pesar de que ya era un anciano reducido sólo a huesos y pellejo y desde hacía meses estaba pudriéndose en su uniforme, en realidad muy pocos imaginaban que ese hombre fuera mortal.

Morir mañana es tan bueno como morir cualquier otro día.

Este entierro es un acontecimiento. Es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años.

¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo?

Van a morir muchos pero no hay que llorar, la muerte es dicha para el buen creyente.

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

Cuando casi había conseguido su propósito, apareció su abuela Clara, a quien había invocado tantas veces para que la ayudara a morir, con la ocurrencia de que la gracia no era morirse, puesto que eso llegaba de todos modos, sino sobrevivir, que era un milagro.

Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño.

Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda.

Tomó conciencia de que la muerte no era sólo una probabilidad permanente, como lo había sentido siempre, sino una realidad inmediata.

La idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de culebra, como todas las peores imaginaciones.

Vale más ser muerto desangrado que vivo con ella podrida.

A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiera decidido el momento en que eso debía concluir.

Lo único que llega con seguridad es la muerte, coronel.

La muerte era dulce, olía a vino y acariciaba sus cabellos.

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