
No vi razón para no decirle la verdad, y sin embargo tuve la sensación de no hacerlo al hacerlo.
El día que no estuvimos juntos ya no habremos estado juntos, o lo que se nos iba a decir por teléfono cuando nos llamaron y no respondimos no será nunca dicho, no lo mismo ni con el mismo espíritu; y todo será levemente distinto o del todo distinto por nuestra falta de atrevimiento que nos disuadió de hablaros.
Del mismo modo que una enfermedad cambia tanto nuestro estado como para obligarnos a veces a interrumpirlo todo y guardar cama durante días incalculables y a ver el mundo ya sólo desde nuestra almohada, mi matrimonio vino a suspender mis hábitos y aun mis convicciones, y, lo que es más decisivo, también mi apreciación del mundo.
Pero las mejores vidas resultan cortas, porque siempre les quedarán cosas buenas por hacer.
Se han desacostumbrado al peligro de tal forma que ni siquiera lo creen posible. Son incrédulos, se lo toman a broma.
Quien prueba insospechadamente las mieles de algo, ya no puede renunciar a ellas.
El problema mayor y más común al comienzo de un matrimonio razonablemente convencional es que, pese a lo frágiles que resultan en nuestro tiempo y a las facilidades que tienen los contrayentes para desvincularse, por tradición es inevitable experimentar una desagradable sensación de llegada, por consiguiente de punto final, o, mejor dicho (puesto que los días se siguen sucediendo impasibles y no hay final), de que ha venido el momento de dedicarse a otra cosa.
Lo más grave que le puede suceder a una sociedad libre y democrática es tener miedo a opinar en voz alta. Y a eso hemos llegado.
Este es un país tan dado a la maledicencia que ha creado una potente industria en torno a ella, y así ha contaminado todo.
Uno se da cuenta, al cabo del tiempo, de que algunas tristezas nunca se pasan y algunas personas nunca se olvidan. Cuando uno sufre esas tristezas, confía en que los meses y los años las vayan atenuando, hasta que finalmente se curen y desaparezcan.
Mi padre y mi madre ya no están, ya no sufren. Algo es algo. Pero ojalá estuvieran.
Los intérpretes mantienen viva la música. Sin sus voces y sus sonidos sólo tendríamos partituras mudas que ni siquiera sé imaginar.
Todo va tan rápido, y hay tal necesidad de amnesia y de pasar en seguida a otra cosa, que se corre el riesgo de que las mayores felonías queden sepultadas.
Todo continúa invariable, más o menos. Yo pienso, en cambio, que se rompió el hilo de la continuidad de nuestras vidas.
La irrupción de una plaga no tenía por qué mejorar la inteligencia ni la cordura, más bien al contrario: la gente amenazada se imbeciliza más, unos porque se acobardan en exceso, otros porque se rebelan contra la amenaza negándola y creyendo en teorías conspirativas del todo ajenas al raciocinio, a la ciencia no digamos.
No, la desgracia no nos vuelve más racionales ni nos enseña lecciones, ni nos rebaja los humos ni el postureo ni la presunción. Todo persevera inmutable y me temo que perseverará.
Siempre se había querido tanto que nunca había sentido la necesidad de querer a nadie más.
No sabemos por qué será recordada esta época en lo que se refiere a grandes acontecimientos —pandemia aparte—, pero, en lo relativo a la “pequeña historia”, me temo que lo será por su pintoresquismo y su extrema ridiculez.
Cuando las personas eran creyentes, maldecían sin más a Dios, causante último de cuanto ocurría. Una vez perdido ese chivo expiatorio por antonomasia, que nunca pagaba sus deudas ni recibía castigo, queda abierta la veda y nadie se salvará. Algo de enfermizo sí que hay.
El pasado tiene un futuro con el que nunca contamos.
Desde que tomé la decisión de no avisarla disfruté tanto anticipando la escena de mi llegada que cuando me encontré ante la casa me dio pena poner término a aquella dulce espera.
Nada como combatir largamente a un enemigo y derrotarlo para, al cabo del tiempo —a veces décadas—, acabar imitándolo y reencarnándolo, pareciéndose demasiado a él.
Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda.
En la desdicha sólo han visto una buena oportunidad para seguir cada cual con su objetivo o su obsesión, y afianzarlos.
Aquella dañina política, tan española, de quedarse tuerto por dejar al otro ciego, de causarse enorme perjuicio para causarle uno total al adversario, acabó por pasarle factura.